En ocasiones nos toca vivir con
el dolor durante un tiempo, debido a situaciones de pérdida, fallecimiento,
abandono, rupturas o acontecimientos traumáticos: accidentes, violencia… Este
es un dolor que se arraiga fuertemente en nuestro interior llegando a tener la sensación
de que nunca se irá. Es un dolor que se revive una y otra vez ante una imagen,
una palabra, un recuerdo… y que nos paraliza, que suele poner nuestra vida en “stand
by”, donde ya pocas cosas importan ni motivan. Donde los de nuestro alrededor,
lo que nos quieren, tratan de ayudarnos, darnos soporte, tratando de reconfortarnos...pero
nada de ello es suficiente, nada consigue arrancar ese dolor y devolvernos la
paz.
Comienza un proceso donde la
rumiación sobre lo que pasó y cómo pasó es constante, así como la búsqueda de
respuestas sobre qué y cómo pasó. Es posible que, incluso, nos distanciemos de
los demás. Lamentablemente, el dolor de estas situaciones nunca desaparecerá,
porque no podemos borrar ni cambiar el pasado por mucho que lo ansiemos. No podemos porque son acontecimientos que hemos vivido en primera persona, y no será sino
tras un tiempo que todo ello decantará, como el vino. Solo el tiempo permitirá que
el dolor se pose al fondo, en un lugar donde ya no nos haga tanto daño. Porque,
a veces, el tiempo es el único aliado, el obligado acompañante del que no
podemos desprendernos, al resto podemos echarles, apartarles, pero al Tiempo,
no. Con el tiempo, ese dolor quedará en el pasado y ya no será un recuerdo
vívido.

Es cierto que existen maneras de
aliviar el dolor y en eso es en lo que se empeñan los de nuestro alrededor, nos
acompañan a los sitios, nos sacan de casa, nos escuchan si queremos hablar, nos
dan frases de ánimo, intentan hacer que no pensemos en lo sucedido…aunque, en ocasiones, todo
ello es insuficiente e incluso algunas son contraproducentes. Tratar de no
pensar es todavía pensar más, y hablar de lo que ha sucedido no hace sino
ayudarnos aparentemente en un primer momento, pero luego el dolor es aún mas
intenso, si cabe. Usar medicación aunque bien puede aliviar las sensaciones
dolorosas, también suele producir un efecto anestesia que no hace sino “taponar”
un proceso esencial en la vida del ser humano, este taponamiento emocional
suele desembocar en somatizaciones a medio/largo plazo, así como en dependencias
farmacológicas, ya que nos impiden estar suficientemente lúcidos para poner en
marcha nuestras propias estrategias y recursos.
Es importante que el dolor
fluya como fluye el agua en un torrente porque solo de esta manera el
acontecimiento vivido podrá quedar en el pasado y no permanecer en el presente.
Es aquí donde el dolor comienza a ser un problema para la persona, cuando éste
invade una y otra vez el presente, ese acontecimiento sufrido hace tiempo,
sigue siendo vivido de manera intensa aquí y ahora, termina convirtiéndose en
un dolor que impide que se viva el presente, que llega del pasado para
instalarse con nosotros. Esto es lo que denominaríamos un “trauma” o dolor no
superado, ya que tras un periodo de tiempo conveniente en el que el dolor ha de
estar presente, éste no desaparece, sino que incluso en ocasiones se va
intensificando en vez de remitir. Llegados a este punto no hay fármaco capaz de
borrar o mitigar ese dolor sin importantes efectos secundarios, y es necesaria la intervención
de un profesional de la salud mental que pueda guiar a la persona para dejar el
pasado en el pasado y poder así vivir el presente y tener posibilidad de
construir un futuro.
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